Autonomía y pacientes reclusos

J García-Guerrero1, V Bellver-Capella2, R Blanco-Sueiro3, JC Galán-Cortés4, C Mínguez-Gallego5, D Serrat-Moré6

1Centro Penitenciario de Castellón.
2Professor of Philosophy of Law, Universidad de Valencia.
3Centro Penitenciario de Quatre Camins (Barcelona).
4Doctor in Medicine and Law. Gijón.
5Unidad de Enfermedades Infecciosas. Hospital General, Castellón.

6Professor of Legal Medicine, Universidad de Zaragoza.

RESUMEN

Los autores estudian una reciente sentencia de la Sala 3ª del Tribunal Supremo en la que se declara la responsabilidad patrimonial de la Administración por la muerte de un paciente preso. Se analizan los argumentos de la Sala desde una perspectiva jurídica, ética, médica y social. Concluyen que: 1: la Administración no está legitimada para imponer tratamientos médicos a los reclusos, salvo que medie riesgo grave y cierto para su vida, incapacidad para decidir o riesgo para la salud de terceros; 2: que la sentencia supone un ataque frontal a la autonomía de los pacientes presos en la toma de decisiones sanitarias que les afecten; 3: que desde un punto de vista médico es discriminatoria, ya que no mide por el mismo rasero a todas las enfermedades crónicas que se pueden dar en prisión y 4: que resulta inasumible en la práctica diaria, porque su estricta aplicación alteraría considerablemente la ya de por sí frágil ordenada convivencia en un centro penitenciario.

Palabras clave: Autonomía Personal, Legislación & Jurisprudencia, Negativa del Paciente al Tratamiento, Prisión.

AUTONOMY AND PATIENT PRISONERS

ABSTRACT

The authors study a recent Spanish High Court decision declaring liability on the Administration’s part for the death of an inmate in a prison hospital. We analyse the Court’s decision using legal, ethical, medical and social perspectives. The conclusions are that: 1. the Administration has no legitimate right to force a prisoner to take medical treatment, except in circumstances in which there is a grave and definite risk to the patient’s life, or when the patient lacks capacity or when there is the risk of harm to the health of third parties; 2. That in the case of health decision making that might affect a patient, the Court has mounted a frontal attack on the autonomy of patients in prison; 3. That from a medical point of view the decision is discriminatory since it does not apply the same standards of measurement to all chronic illnesses that might be found in the prison context; 4. That it is inapplicable in daily practice due to the fact that its strictness of application would seriously affect the already highly fragile ordered coexistence that exists in a prison.

Key words: Personal Autonomy, Legislation & Jurisprudence , Treatment Refusal, Prison.

 

INTRODUCCIÓN

La Sección Sexta de la Sala de lo Contencioso- Administrativo del Tribunal Supremo, en sentencia de fecha 18 de octubre de 2005, de la que fue ponente el Excmo. Sr. D. Enrique Lecumberri Martín, dictada en el recurso de casación 182/2001 formulado contra la sentencia de 31 de octubre de 2000 de la Sección Octava de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional (autos 863/99), estima el recurso interpuesto y falla contra el Ministerio del Interior declarando la responsabilidad patrimonial de la Administración penitenciaria, condenándola a indemnizar en 12.020,24 € al recurrente, padre de un preso muerto en prisión a causa de un síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), contraído en las dependencias penitenciarias.

El Alto Tribunal da por sentado en la sentencia “…la correcta actuación de los servicios médicos penitenciarios en el diagnóstico y seguimiento de las enfermedades que padecía el hijo del recurrente antes y durante su internamiento…”, pero dice que la administración obró mal “…al no adoptar, exigir e imponer el tratamiento profiláctico recetado para las infecciones clínicamente detectadas, que aquél se negó a recibir”, según reza el fundamento jurídico (F.J.) 4º de la sentencia.

Aunque casi ni se menciona en el documento, la sentencia se inspira en el principio, sancionado por el Tribunal Constitucional (TC), de la relación de especial sujeción que une al preso con la Administración, que comporta un régimen especial limitativo de los derechos fundamentales de los reclusos, de manera que lo que podría representar una vulneración de los derechos fundamentales de un ciudadano en libertad, no puede sin más considerarse así en el caso de los reclusos (SSTC 74/1985 y 2/1987). El principio emana del artículo (art.) 25.2 de la Constitución española (CE), según el cual los presos gozan de todos sus derechos fundamentales excepto los expresamente limitados por la sentencia, el sentido de la pena y la ley penitenciaria, y por el art. 3.4 de la Ley Orgánica General penitenciaria (LOGP) que establece la obligación de la administración penitenciaria de velar por la vida, integridad y salud de los internos.

Esta doctrina se consolidó en la práctica en el ámbito de la salud y los derechos sanitarios de los reclusos, con ocasión de las sentencias de Tribunal Constitucional (SSTC) dictadas con ocasión de la huelga de hambre de los presos de la organización terrorista GRAPO a principios de los años noventa del siglo pasado (SSTC 120/1990, 137/1990, 11/1991 y 67/1991). En ellas se declaraba la constitucionalidad de la alimentación forzosa —equiparada en este caso a un tratamiento médico— pero solamente “… cuando, de acuerdo a los conocimientos médicos, esa alimentación sea necesaria para impedir el riesgo de muerte” (STC 129/1990, FJ6º), o bien “…encuentra en la resolución judicial recurrida una realización equilibrada y proporcionada que no merece el más mínimo reproche, puesto que se limita a autorizar la intervención médica mínima indispensable para conseguir el fin constitucional que la justifica, permitiéndola tan sólo en el momento en que, según la ciencia médica, corra riesgo serio la vida del recluso y en la forma en que el Juez de Vigilancia Penitenciaria determine, prohibiendo que se suministre alimentación bucal en contra de la voluntad consciente del interno” (STC 120/1990 FJ8º); y aunque sea reiterativo “… cuando, según indicación médica, el recluso corra grave y cierto peligro de muerte o de entrar en una situación irreversible” (STC 137/1990, FJ7º). En este sentido, las referidas sentencias aceptan la licitud de la alimentación (tratamiento médico) forzosa cuando los presos hayan perdido la conciencia y sean incapaces de decidir, ya que respetar su voluntad previa en esas circunstancias, conduciría indefectiblemente a la muerte en breve plazo. El TC, además, destaca en estas sentencias que la huelga de hambre que seguían los presos del GRAPO, tenía la motivación fundamental de forzar la voluntad de la Administración penitenciaria y obligarla a cambiar una medida administrativa perfectamente legítima, llegando a afirmar al respecto que la relación de especial sujeción “… origina un entramado de derechos y deberes recíprocos de la Administración y el recluido, entre los que destaca el esencial deber de la primera de velar por la vida e integridad del segundo, valores que vienen constitucionalmente consagrados y permiten, en determinadas situaciones, imponer limitaciones a los derechos fundamentales de internos que se colocan en peligro de muerte a consecuencia de una huelga de hambre reivindicativa, que podrían resultar contrarias e esos derechos si se tratara de ciudadanos libres o incluso internos que se encuentren en situaciones distintas” (STC 120/1990, FJ6º).

MÉTODO

Se creó un grupo multidisciplinar con personas que tenían en común su interés por los aspectos éticos y legales del ejercicio de la Medicina en prisión. El primer firmante hizo funciones de coordinador del grupo. Para ampliar la perspectiva sólo dos de los componentes del grupo ejercen su labor habitualmente en el medio penitenciario.

El primer firmante elaboró un documento base que remitió a todos los componentes del grupo vía correo electrónico. Cada componente del grupo hizo sus aportaciones sobre ese documento que fueron integradas por el coordinador en el documento base. Este proceso se repitió en otras dos ocasiones más, hasta conseguir un documento consensuado y asumible por todos.

 

DISCUSIÓN

En la sentencia que ahora comentamos no se da voluntad reivindicativa alguna por parte del preso muerto; sólo se aprecia el ejercicio del derecho a admitir o rechazar un tratamiento médico. Surgen pues ya hasta aquí dos importantes diferencias con las resoluciónes del Tribunal Constitucional comentadas: 1) no se advierte en la sentencia que hubiera, en los momentos evolutivos de la enfermedad en que el paciente se negó a admitir el tratamiento médico que se le ofertaba, un riesgo vital inminente que justificara la adopción de un tratamiento médico forzoso. La muerte del preso se produce como estadio último y previsible de la evolución de una enfermedad crónica, para la que en 1995 y 1996 las posibilidades terapéuticas eran limitadas y, además, habían sido expresamente rechazadas por el paciente, y 2) la negativa al tratamiento por parte del paciente fallecido no tuvo, o al menos no se recoge en la sentencia, motivo reivindicativo alguno, por lo que la Administración no parece hallarse ni obligada ni legitimada en este caso para imponer un tratamiento médico forzoso al paciente y, en consecuencia, no debe ser reprochada ni penalizada por no haberlo hecho.

Por otra parte, la Administración se constituye como obligada garante de la vida y la salud de los internos (art. 3.4 LOGP), pero entendemos que este deber obliga a la Administración a velar para que la estancia de los internos en un establecimiento penitenciario no constituya un riesgo especial para su vida y para su salud, pero no a imponer arbitrariamente tratamientos a los reclusos. Carece de sentido pensar que la condición de recluso conlleva un recorte en su libertad para decidir si se somete o no a todo tratamiento o intervención médica (iría contra el art. 25 CE). Interpretado así el art. 3.4 resultaría perfectamente coherente con lo establecido en el art. 10 de la Ley General de Sanidad vigente entonces, y con la actual Ley 41/2002 de autonomía de los pacientes. La sentencia comentada se apoya también, en su fundamento jurídico cuarto, en el art 45.1.b de la LOGP, que legitima la utilización por parte de la Administración de medios coercitivos “para evitar daños de los internos a sí mismos, a otras personas o cosas”. En nuestra opinión este precepto tiene más una finalidad preventiva, y en último caso represiva, de conductas que puedan alterar el normal régimen de vida de un establecimiento penitenciario, que una finalidad médicoterapéutica y, en cualquier caso, su aplicación está supeditada a criterios de urgencia y "…estará dirigido exclusivamente al restablecimiento de la normalidad y sólo subsistirá el tiempo estrictamente necesario" (art. 45.3 LOGP). De hecho, su uso está regulado en el Capítulo IV (Régimen Disciplinario) de la Ley y en el Capítulo VIII (De la seguridad de los Establecimientos) del Reglamento Penitenciario (RP) vigente. Entendemos que su redacción no aborda el asunto en cuestión, ni en la letra ni en el espíritu, y que su aplicación sólo estaría indicada en casos extremos de agresividad y violencia persistente de un interno, hacia sí mismo o hacia otros. Un caso típico de legitimación en la aplicación de medios coercitivos y de tratamiento médico forzoso en el medio carcelario podría ser el de un interno que se causa lesiones que le provocan una importante pérdida de sangre y se resiste a ser atendido. En una situación así, el principio de necesidad impele a la aplicación de medios coercitivos necesarios e impostergables desde un punto de vista clínico.

La sentencia también se apoya en el art. 138 del RP vigente hasta mayo de 1996, que dispone que “la asistencia médica en los establecimientos penitenciarios tendrá por finalidad la prevención de enfermedades o accidentes, la asistencia o curación y la rehabilitación física o mental de los internos por medio de los servicios sanitarios e higiénicos», y en su art. 19, a cuyo tenor «todos los internos están obligados a cumplir los preceptos reglamentarios y especialmente los de orden y disciplina, sanidad e higiene y corrección en sus relaciones,...”. Contra uno y otro se puede aducir que la Ley General de Sanidad establecía en su art. 10 la libertad de toda persona para aceptar o rechazar tratamientos médicos. Por otra parte, en lo que a normativa específicamente penitenciaria se refiere, el RP actual, vigente desde mayo de 1996, en su art. 210.1 establece que el tratamiento médico-sanitario se llevará a cabo siempre con el consentimiento informado del interno, y que solamente en casos de peligro inminente para la vida, podrá imponerse un tratamiento médico contra la voluntad del paciente preso.

La Ley 41/2002, reguladora de la autonomía del paciente, norma básica del Estado y publicada más de veinte años después que la LOGP y en una España sociológicamente distinta a cuando fue publicada ésta, establece, en su art. 8.1, la obligatoriedad del consentimiento libre y voluntario de los afectados para cualquier actuación médica sobre los mismos, y su ámbito de aplicación es toda la población y establecimientos sanitarios públicos y privados españoles. No establece en su articulado excepciones a estos principios generales y no hace mención alguna a la población interna en centros penitenciarios. Por tanto, a la luz de esta ley, los presos son titulares, en principio, de todos los derechos regulados en ella, entre ellos el de no permitir actuaciones médicas que les afecten. Se podría aducir el carácter orgánico de la LOGP y el ordinario de la Ley de Autonomía, pero la relación entre ambas normas debe estar basada más en la competencia que en la jerarquía, por lo que entendemos que la LOGP no debe suponer limitación alguna para el derecho de los presos a decidir sobre tratamientos médicos que les afecten. Obvio es decir que las limitaciones impuestas en los arts. 9.2.a (riesgo para la salud pública o para otros) y 9.2.b (riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del enfermo, no siendo posible conseguir su autorización) de la misma Ley de Autonomía, afectan a los presos de igual modo que al resto de la población.

Por tanto, entendemos que: 1) el Tribunal Supremo hace una interpretación excesivamente amplia de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional para casos como el que nos ocupa; 2) que la imposición de un tratamiento médico forzoso a personas autónomas para tomar decisiones en el ambiente carcelario sólo resultaría admisible en casos de riesgo cierto e inminente para la vida, lo que no sucedía en este caso y 3) que la normativa vigente reconoce, en principio, la libertad de todos para aceptar o rechazar tratamientos médicos.

Consideramos, por consiguiente, que ni la Constitución Española, ni la jurisprudencia del TC, ni la LOGP, ni el resto de nuestro ordenamiento jurídico, ofrecen apoyo suficiente para llegar a la conclusión del TS en la sentencia objeto del presente estudio, sino más bien al contrario. En nuestro criterio, la sentencia carece de justificación constitucional, no adecuándose al contexto social actual.

Procede ahora evaluar las implicaciones puramente éticas de la sentencia que comentamos. La Administración penitenciaria es reprochada por haber respetado la voluntad de una persona bajo su custodia a la hora de rechazar un tratamiento médico que se le ofreció, sin que mediaran criterios de urgencia o riesgo vital al hacerlo. Es incuestionable que los presos son personas y, en tanto que tales, conservan plenamente su dignidad, lo que les hace acreedores, en principio, de la misma consideración que cualquier otra persona. La dignidad, en cuanto valor espiritual y moral inherente a la persona, ha de permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en que la persona se encuentre, también durante el cumplimiento de una pena privativa de libertad, y por tanto los poderes públicos deben asegurar las condiciones suficientes para su respeto. Todas las personas son sujetos, en principio, de los llamados derechos humanos subjetivos o personalísimos (a la vida, a la salud, a la libertad física y de pensamiento, a la integridad física y moral). Una expresión de estos derechos es la autonomía individual, que tiene mucho que ver con la gestión soberana del espacio privado, del propio cuerpo.

A la hora de tomar decisiones sanitarias, la autonomía, para ser tal, precisa tres condiciones previas: inteligencia (saber hacer algo, ser competente para hacerlo, ser capaz de hacerlo), voluntad (querer hacer algo) y ausencia de condicionantes o presiones externas (poder hacer algo). En la sentencia que comentamos no se recoge que el preso fallecido tuviera limitaciones en ninguna de estas condiciones en los momentos en que rechazó los tratamientos médicos que se le ofrecieron. Por el contrario, se recoge expresamente que la actuación de los servicios médicos de la Administración penitenciaria fue correcta a la hora de controlar, informar y proponer tratamiento al enfermo para sus patologías. Podría aducirse incompetencia o incapacidad del paciente para tomar la decisión que tomó, pero la negativa a tomar la medicación no puede levantar sospechas de incapacidad por sí sola y el paciente fue reconocido en múltiples ocasiones por diferentes médicos, sin que ninguno de ellos hiciera anotación alguna en la historia clínica del mismo sobre una hipotética incompetencia para tomar decisiones. En base a lo anterior, hemos de admitir que una persona competente y capaz, bien informada, de forma voluntaria y en ejercicio de su autonomía personal, rechazó reiterada y conscientemente someterse a un tratamiento médico. El Tribunal Supremo, al dictar el fallo comentado, pretende cambiar la tercera de las condiciones anteriormente enumeradas, no admite el que un preso pueda rechazar un tratamiento médico y establece la obligatoriedad para la Administración de aplicar tratamientos médicos forzosos en cualquier circunstancia. Por consiguiente, ataca frontalmente el principio de autonomía de las personas en la toma de decisiones sanitarias que les afecten, principio que sólo puede ser quebrantado en circunstancias excepcionales que no se aprecian en el caso que nos ocupa, por lo que su decisión nos parece éticamente inadecuada.

Analicemos ahora los aspectos puramente médicos de la sentencia. Se dan en ella por hechos ciertos la correcta actuación de los servicios sanitarios penitenciarios en el control de las enfermedades que padecía el enfermo y las reiteradas y persistentes negativas de éste a someterse a tratamiento médico alguno. A pesar de ello, se condena a la Administración por no adoptar, exigir e imponer un tratamiento médico que, según se dice, hubiera evitado la muerte del paciente. Sensu contrario se tendría que admitir que el adoptar, exigir e imponer este tratamiento habría conducido inexcusablemente a salvar la vida del paciente muerto. Esto no es así en la actualidad, y mucho menos lo era cuando sucedieron los hechos relatados en la sentencia. La actitud de rechazo al tratamiento, como sucedió en este caso, era la habitual en aquella época; pues nos encontrábamos en las primeras fases de las combinaciones de fármacos antirretrovirales, que más tarde demostraron que frenaban la evolución de la enfermedad, y cuando murió el paciente (noviembre de 1997) los estudios de eficacia clínica eran muy recientes. En los años anteriores el tratamiento había sido muy poco eficaz y muchos pacientes incluso lo culpaban de acelerar la evolución a SIDA, con lo que creció la desconfianza hacia estas terapias, lo que se transmitía rápidamente de unos a otros (y aún más en instituciones cerradas). Por otra parte, para conseguir éxito terapéutico en el tratamiento anti-VIH, se necesita una adherencia al tratamiento superior al 95%1 y para lograr ese nivel de adherencia se necesita la absoluta colaboración del paciente2, cuestión expresamente rechazada por el mismo. Tampoco la quimioprofilaxis antituberculosa o tratamiento de la infección tuberculosa latente (ITL) garantiza que no se va a desarrollar una enfermedad tuberculosa; hay estudios que cifran en 1,4% personas/año los pacientes VIH+ que enfermarán de tuberculosis, aun a pesar de un correcto tratamiento de su ITL3, y ello en el contexto de una correcta adherencia, lo que ya hemos visto que en este paciente era altamente improbable. Lo mismo cabe decir de la quimioprofilaxix contra el Pneumocistis carinii que también se menciona en la sentencia: hay un fallo de profilaxis frente a este protozoo de 4,6 casos/ 100 pacientes y año, siendo además predictores de este fallo un estado inmunitario deteriorado y el uso de fármacos distintos al cotrimoxazol4, supuestos ambos que se daban en el paciente en cuestión, que era alérgico al cotrimoxazol.

Otro aspecto de la sentencia que merece, asimismo, especial consideración, es el de sus consecuencias en la práctica diaria. Se calcula que hay un 38,2% de presos afectados por una ITL, por su parte la Subdirección General de Sanidad Penitenciaria de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, en su última comunicación oficial al respecto, habla de un 10% de presos con infección VIH5, aunque probablemente hoy ese porcentaje sea algo menor; por lo que hace a la ITL no hay datos recientes, pero podemos estar hablando de un 30% de infectados.Actualmente hay en las prisiones españolas unos 65.000 reclusos. La aplicación rigurosa de tratamiento forzoso a todo recluso con ITL, según se desprende de la sentencia, significaría la aplicación de medios coercitivos y tratamiento médico forzoso a casi 20.000 internos asintomáticos por completo y que no presentan sensación alguna de enfermedad, todos los días y durante un período de entre 6 y 12 meses. Si el Tribunal Supremo se mostrara benévolo y sólo exigiera que tratáramos a los coinfectados VIH/TBC en razón de su mayor probabilidad de enfermar, tendríamos a unas 6.500 personas en esas circunstancias durante todo un año. Eso es, sencillamente, impracticable en la realidad actual. La convivencia diaria en un centro penitenciario es resultado de un delicado equilibrio entre muchos factores, de los que destaca la relación de los presos con sus vigilantes. Este equilibrio resulta alterado en numerosas ocasiones por motivos nimios, originando desórdenes dentro de las prisiones de mayor o menor importancia. El introducir un factor desestabilizante de la convivencia y de las relaciones de tal magnitud —sujeción física diaria y tratamiento médico forzoso de todas esas personas— en los centros penitenciarios, con seguridad haría irrespirable el ambiente e imposible la ordenada convivencia en los mismos.

Pero además es que ese trato especial a esta enfermedad es discriminatorio. La infección por el VIH debe ser tratada como cualquier otra enfermedad crónica. Debemos velar al mismo nivel que en el caso del VIH por la salud de pacientes con otras enfermedades crónicas muy prevalentes en prisión como diabetes, dislipemias, hipertensión, tabaquismo… que mal controladas también pueden conducir a la muerte. Así, evitar substancias perjudiciales es tan importante o más que administrar un tratamiento, por lo que habría que vigilar para que los internos no consumieran dulces, grasas, tabaco, etcétera; además deberíamos tratar forzosamente a todos estos pacientes en cuanto detectáramos sus dolencias, lo que verdaderamente resulta imposible de asumir.

CONCLUSIÓN

Por todos los razonamientos anteriormente expuestos, consideramos que la sentencia comentada supone una limitación desproporcionada e inadecuada de los derechos de los reclusos, que resulta, además, éticamente reprochable, médicamente poco fundada, socialmente peligrosa e inasumible en la práctica diaria.

CORRESPONDENCIA

Julio García Guerrero.
Centro Penitenciario de Castellón.
Ctra. de Alcora, km. 10.
12006 Castellón.
e-mail: garciaj@comcas.es.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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3) Jansa JM, Serrano J, Caylá JA, Vidal R, Ocaña I, Español T. Influence of human inmunodeficency virus in the incidence of tuberculosis in a cohort of intravenous drug users: effectiveness of anti-tuberculosis chemoprofylaxis, Int j Tuberc Lung Dis 1998; 2: 140-6.

4) Moorman AC, Von Bargen JC, Palella FJ, Holmberg SD, Pneumocystis Carinii pneumonia incidence and chemoprophylaxis failure in ambulatory HIV-infected patients. Outpatient Study (HOPS) Investigators. J Acquir Inmune Def Syndr Human Retrovirol 1998; 19: 182-8.

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